miércoles, 3 de julio de 2013

Próxima lectura: El crimen casi perfecto de Roberto Arlt

Para viajar hacia otros mundos posiles sin moverse de casa...estas vacaciones de invierno los invito a leer!
La propuesta es que realicen la lectura de este cuento del gran escritor argentino Roberto Artl http://www.literatura.org/Arlt/.
Vamos a comentar y analizar el relato a la vuelta del receso invernal.

El Crimen casi perfecto


Roberto Arlt



La coartada de los tres hermanos de la suicida fue verificada. Ellos no habían mentido. El

mayor, Juan, permaneció desde las cinco de la tarde hasta las doce de la noche (la señora

Stevens se suicidó entre las siete y las diez de la noche) detenido en una comisaría por su

participación imprudente en una accidente de tránsito. El segundo hermano, Esteban, se

encontraba en el pueblo de Lister desde las seis de la tarde de aquel día hasta las nueve del

siguiente, y, en cuanto al tercero, el doctor Pablo, no se había apartado ni un momento del

laboratorio de análisis de leche de la Erpa Cía., donde estaba adjunto a la sección de

dosificación de mantecas en las cremas.

Lo más curioso del caso es que aquel día los tres hermanos almorzaron con la suicida para

festejar su cumpleaños, y ella, a su vez, en ningún momento dejó de traslucir su intención

funesta. Comieron todos alegremente; luego, a las dos de la tarde, los hombres se retiraron.

Sus declaraciones coincidían en un todo con las de la antigua doméstica que servía hacía

muchos años a la señora Stevens. Esta mujer, que dormía afuera del departamento, a las

siete de la tarde se retiró a su casa. La última orden que recibió de la señora Stevens fue que

le enviara por el portero un diario de la tarde. La criada se marchó; a las siete y diez el

portero le entregó a la señora Stevens el diario pedido y el proceso de acción que ésta siguió

antes de matarse se presume lógicamente así: la propietaria revisó las adiciones en las

libretas donde llevaba anotadas las entradas y salidas de su contabilidad doméstica, porque

las libretas se encontraban sobre la mesa del comedor con algunos gastos del día subrayados;

luego se sirvió un vaso de agua con whisky, y en esta mezcla arrojó aproximadamente medio

gramo de cianuro de potasio. A continuación se puso a leer el diario, bebió el veneno, y al

sentirse morir trató de ponerse de pie y cayó sobre la alfombra. El periódico fue hallado entre

sus dedos tremendamente contraídos.

Tal era la primera hipótesis que se desprendía del conjunto de cosas ordenadas pacíficamente

en el interior del departamento pero, como se puede apreciar, este proceso de suicidio está

cargado de absurdos psicológicos. Ninguno de los funcionarios que intervinimos en la

investigación podíamos aceptar congruentemente que la señora Stevens se hubiese suicidado.

Sin embargo, únicamente la Stevens podía haber echado el cianuro en el vaso. El whisky no

contenía veneno. El agua que se agregó al whisky también era pura. Podía presumirse que el

veneno había sido depositado en el fondo o las paredes de la copa, pero el vaso utilizado por

la suicida había sido retirado de un anaquel donde se hallaba una docena de vasos del mismo

estilo; de manera que el presunto asesino no podía saber si la Stevens iba a utilizar éste o

aquél. La oficina policial de química nos informó que ninguno de los vasos contenía veneno

adherido a sus paredes.

El asunto no era fácil. Las primeras pruebas, pruebas mecánicas como las llamaba yo, nos

inclinaban a aceptar que la viuda se había quitado la vida por su propia mano, pero la

evidencia de que ella estaba distraída leyendo un periódico cuando la sorprendió la muerte

transformaba en disparatada la prueba mecánica del suicidio.

Tal era la situación técnica del caso cuando yo fui designado por mis superiores para continuar

ocupándome de él. En cuanto a los informes de nuestro gabinete de análisis, no cabían dudas.

Únicamente en el vaso, donde la señora Stevens había bebido, se encontraba veneno. El agua

y el whisky de las botellas eran completamente inofensivos. Por otra parte, la declaración del

portero era terminante; nadie había visitado a la señora Stevens después que él le alcanzó el

periódico; de manera que si yo, después de algunas investigaciones superficiales, hubiera

cerrado el sumario informando de un suicidio comprobado, mis superiores no hubiesen podido

objetar palabra. Sin embargo, para mí cerrar el sumario significaba confesarme fracasado. La


señora Stevens había sido asesinada, y había un indicio que lo comprobaba: ¿dónde se

hallaba el envase que contenía el veneno antes de que ella lo arrojara
en su bebida?

Por más que nosotros revisáramos el departamento, no nos fue posible descubrir la caja, el

sobre o el frasco que contuvo el tóxico. Aquel indicio resultaba extraordinariamente sugestivo.

Además había otro: los hermanos de la muerta eran tres bribones.

Los tres, en menos de diez años, habían despilfarrado los bienes que heredaron de sus

padres. Actualmente sus medios de vida no eran del todo satisfactorios.

Juan trabajaba como ayudante de un procurador especializado en divorcios. Su conducta

resultó más de una vez sospechosa y lindante con la presunción de un chantaje. Esteban era

corredor de seguros y había asegurado a su hermana en una gruesa suma a su favor; en

cuanto a Pablo, trabajaba de veterinario, pero estaba descalificado por la Justicia e

inhabilitado para ejercer su profesión, convicto de haber dopado caballos. Para no morirse de

hambre ingresó en la industria lechera, se ocupaba de los análisis.

Tales eran los hermanos de la señora Stevens. En cuanto a ésta, había enviudado tres veces.

El día del “suicidio” cumplió 68 años; pero era una mujer extraordinariamente conservada,

gruesa, robusta, enérgica, con el cabello totalmente renegrido. Podía aspirar a casarse una

cuarta vez y manejaba su casa alegremente y con puño duro. Aficionada a los placeres de la

mesa, su despensa estaba provista de vinos y comestibles, y no cabe duda de que sin aquel

“accidente” la viuda hubiera vivido cien años. Suponer que una mujer de ese carácter era

capaz de suicidarse, es desconocer la naturaleza humana. Su muerte beneficiaba a cada uno

de los tres hermanos con doscientos treinta mil pesos.

La criada de la muerta era una mujer casi estúpida, y utilizada por aquélla en las labores

groseras de la casa. Ahora estaba prácticamente aterrorizada al verse engranada en un

procedimiento judicial.

El cadáver fue descubierto por el portero y la sirvienta a las siete de la mañana, hora en que

ésta, no pudiendo abrir la puerta porque las hojas estaban aseguradas por dentro con cadenas

de acero, llamó en su auxilio al encargado de la casa. A las once de la mañana, como creo

haber dicho anteriormente, estaban en nuestro poder los informes del laboratorio de análisis,

a las tres de la tarde abandonaba yo la habitación donde quedaba detenida la sirvienta, con

una idea brincando en mi imaginación: ¿y si alguien había entrado en el departamento de la

viuda rompiendo un vidrio de la ventana y colocando otro después que volcó el veneno en el

vaso? Era una fantasía de novela policial, pero convenía verificar la hipótesis.

Salí decepcionado del departamento. Mi conjetura era absolutamente disparatada: la masilla

solidificada no revelaba mudanza alguna.

Eché a caminar sin prisa. El “suicidio” de la señora Stevens me preocupaba (diré una

enormidad) no policialmente, sino deportivamente. Yo estaba en presencia de un asesino

sagacísimo, posiblemente uno de los tres hermanos que había utilizado un recurso simple y

complicado, pero imposible de presumir en la nitidez de aquel vacío.

Absorbido en mis cavilaciones, entré en un café, y tan identificado estaba en mis conjeturas,

que yo, que nunca bebo bebidas alcohólicas, automáticamente pedí un whisky. ¿Cuánto

tiempo permaneció el whisky servido frente a mis ojos? No lo sé; pero de pronto mis ojos

vieron el vaso de whisky, la garrafa de agua y un plato con trozos de hielo. Atónito quedé

mirando el conjunto aquel. De pronto una idea alumbró mi curiosidad, llamé al camarero, le

pagué la bebida que no había tomado, subí apresuradamente a un automóvil y me dirigí a la

casa de la sirvienta. Una hipótesis daba grandes saltos en mi cerebro. Entré en la habitación

donde estaba detenida, me senté frente a ella y le dije:


- Míreme bien y fíjese en lo que me va a contestar: la señora Stevens, ¿tomaba el whisky con

hielo o sin hielo?

-Con hielo, señor.

-¿Dónde compraba el hielo?

- No lo compraba, señor. En casa había una heladera pequeña que lo fabricaba en pancitos. –

Y la criada casi iluminada prosiguió, a pesar de su estupidez.- Ahora que me acuerdo, la

heladera, hasta ayer, que vino el señor Pablo, estaba descompuesta. Él se encargó de

arreglarla en un momento.

Una hora después nos encontrábamos en el departamento de la suicida con el químico de

nuestra oficina de análisis, el técnico retiró el agua que se encontraba en el depósito

congelador de la heladera y varios pancitos de hielo. El químico inició la operación destinada a

revelar la presencia del tóxico, y a los pocos minutos pudo manifestarnos: - El agua está

envenenada y los panes de este hielo están fabricados con agua envenenada.

Nos miramos jubilosamente. El misterio estaba desentrañado. Ahora era un juego reconstruir

el crimen. El doctor Pablo, al reparar el fusible de la heladera (defecto que localizó el técnico)

arrojó en el depósito congelador una cantidad de cianuro disuelto. Después, ignorante de lo

que aguardaba, la señora Stevens preparó un whisky; del depósito retiró un pancito de hielo

(lo cual explicaba que el plato con hielo disuelto se encontrara sobre la mesa), el cual, al

desleírse en el alcohol, lo envenenó poderosamente debido a su alta concentración. Sin

imaginarse que la muerte la aguardaba en su vicio, la señora Stevens se puso a leer el

periódico, hasta que juzgando el whisky suficientemente enfriado, bebió un sorbo. Los efectos

no se hicieron esperar.

No quedaba sino ir en busca del veterinario. Inútilmente lo aguardamos en su casa. Ignoraban

dónde se encontraba. Del laboratorio donde trabajaba nos informaron que llegaría a las diez

de la noche.

A las once, yo, mi superior y el juez nos presentamos en el laboratorio de la Erpa. El doctor

Pablo, en cuanto nos vio comparecer en grupo, levantó el brazo como si quisiera anatemizar

nuestras investigaciones, abrió la boca y se desplomó inerte junto a la mesa de mármol.

Había muerto de un síncope. En su armario se encontraba un frasco de veneno. Fue el asesino

más ingenioso que conocí.

 

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